Cospedal, saber cocinar y las ojeras farloperas

Llevamos cinco años de DeC e, inexplicablemente, no hemos hablado aquí nunca de una de las cosas que más le gustan a quien esto escribe: COMER

Hace tiempo hubo un bulo que decía que María Dolores de Cospedal había afirmado que cada vez más gente acude a los comedores sociales porque no saben cocinar. Era todo mentira, pero cojamos esta afirmación para hacer unos apuntes al margen del leitmotiv DeC (pasta en disputa): en este caso, sobre la disponibilidad de tiempo y la consideración de qué es o qué no es una habilidad.

Ok, Dolores no ha dicho esto, al menos en público. Sin embargo, igual que en su día nos preguntamos qué pasaría si Daniel Blake hubiese votado a Donald Trump, vamos a pensar que, de haberla dicho, podría haber algún punto a considerar. Por supuesto, la causa directa de que haya más gente que vaya a los comedores sociales no es “que no sepan cocinar” -aunque luego desarrollaremos un poco en qué consiste saber cocinar-, sino que va ligada a la escasez o ausencia de ingresos y a cómo juegan nuestras entradas y salidas del mercado de trabajo con la disponibilidad temporal que tengamos tanto para hacer una compra en condiciones (productos de temporada, de proximidad, de cierta calidad) como para después preparar una buena comida. Por cierto, hace un par de inviernos los propios bancos de alimentos pedían a quienes depositaban comida allí que, por favor, esta estuviera ya precocinada (vamos, que no llevaras una bolsa de garbanzos Luengo sino una lata de garbanzos Litoral) por la sencilla razón de que muchas familias ni siquiera podían pagar las facturas de la luz, y cocer los garbanzos ya cuesta un rato. Así de triste. Volvemos, por tanto, al punto de partida: no es que los usuarios “no sepan”, sino que además “no tienen” porque hay un oligopolio energético que mama de nosotros y “no deja”. Que se pidiera precocinada no quiere decir, claro, que los usuarios no supieran cocinarla. Y entre quienes se compran una lata de Litoral, habrá quienes lo hagan por desconocimiento de cómo se prepara una fabada y quienes lo hagan por falta de tiempo o por pereza. Como el resultado de compra es el mismo, a la marca le chupan un pie las razones detrás.

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De que se pasen Cuaresma y Semana Santa te hago unas manitas de cerdo cojonudas.

Tampoco se escapa el hecho de que muchas de las personas que acuden a los bancos de alimentos o comedores sociales son parejas jóvenes o familias monoparentales con hijos pequeños. Los supermercados Día -me llamó mucho la atención- recogían hasta hace no mucho (no sé si lo siguen haciendo) comida para “los jóvenes en paro” (imagínate lo amplio que puede ser ese perfil, tan amplio que a lo mejor algo de esa comida cayó en manos de algún exempleado de la cadena). Estas personas jóvenes son (somos) la vanguardia de la terciarización y de un nuevo reparto en el que el tiempo de trabajo se ha comido por completo al de la vida, pero pintándolo de “avance”, a la misma vez que no ha conseguido sacar a la luz (ni a la nómina) el trabajo doméstico real, vamos, el trabajo de reproducción de la fuerza de trabajo. Hemos cambiado la forma que tenemos de explicarnos a nosotros mismos desde nuestro lugar en el mundo productivo para hacerlo desde nuestras preferencias (u objetivos, que aquí se habla mucho de ‘merecérselo’) de consumo. Tanto es así que el proletariado que originalmente tenía a sus hijos como única riqueza ha experimentado una vuelta de tuerca y ahora ve a los hijos -y nómina en mano (si tienen nómina), con mucha razón-, como un gasto inasumible. El hijo pasa de único patrimonio a lujo asiático, es el hito vital que te mete, precisamente, en el banco de alimentos.

La vanguardia de la terciarización ha contribuido a que hayan sido nuestros cuerpos por donde ha pasado todo el auge de la comida precocinada liberadora de madres y posteriormente liberadora de hijos que estudiaban más años que las madres, para incorporarse después al mercado laboral y una vez allí, tratar de ascender en el cuento de la lechera y, a su vez, tener a otra que les cocine. El mercado laboral ha puesto la impronta de tiempo inútil a la alimentación, convirtiendo en símbolo de estatus el poder dejar de lado una elaboración muy sofisticada de las comidas de maneras muy variopintas. Desde las mas humildes (el tupper), las de la nueva economía/neofeudalismo/apps sustituyemadres (JustEat) al añorado cheque restaurante y a esa comida precocinada que se hace en un minutito en el microondas cuando llegas a casa porque te han molido a palos en el trabajo. Como siempre, igual aquí la afirmación no es la comodidad que supone esto último, sino que toma forma de pregunta. Si llego a mi casa hecho un guiñapo, ¿no estará el problema en otro sitio? ¿Esto que me presentan como una ventaja no es tal vez otra cosa?

Y hete aquí el tema: la cosa es que es MUY POSIBLE que la gente no que vaya a los bancos de alimentos, sino que tenga menos de 40 años -y aquí está el meollo, que si Cospedal hubiera dicho aquello, hubiera cogido la parte por el todo- no tengan demasiada idea de cocinar de un modo más o menos elaborado. ¿Qué pasa? Que el avance social que suponía el “ni tener que molestarte en cocinar” se hace añicos cuando los ingresos son cero, que era algo con lo que no contaba esta generación. También se ve aquí el impacto de la economía invisible y de que igual los curros de publicidad y marketing tiene que venir alguien a desmantelarlos porque a lo mejor la vida está aquí, en la mesa, y habría que empezar a desembridar esto del discurso de subordinación, me parece a mí (el de la representación, lo de que se vean directivas y todo eso. ¿Por qué, si yo mandaría a una gestora de bolsa al gulag soriano?). Conseguirle el sitio que merece al papeo pasa más, que diría mi hermano Víctor, por desempoderar a hombres antes que por empoderar a mujeres. Que si te quedas en paro y tu novia no, muchacho, no hagas solo la paella de los domingos “que me sale mu rica”. Darle visos de realidad con dinerito contante y sonante. Paso bastante de visibilidades y dignificaciones en este particular: prefiero preparar y comerme una menestra, aunque no me vea nadie, es más, mejor que no me vea nadie. El “ascenso social” asentado en la expresión de preferencias de compra (también incluyo aquí comprar el trabajo de terceros para poder comer) se va al garete cuando el presupuesto no es el previsto, pero el valor de la cocina y lo doméstico reside precisamente en cómo un mínimo movimiento estadístico o salida a la palestra de la disciplina pone a tambalear las supuestas meritocracias. Es un camino que va a costar mucho desandar por la analogía que se ha hecho entre el territorio doméstico, la “pata quebrá” y la alienación; pero baste un dato. Como contaban en The Atlantic, la línea de pobreza de USA se hizo dando por hecho que en cada hogar había una esposa que sabía cocinar (pura economía sumergida). El experto te dirá que la entrada masiva de la mujer al mercado laboral ha procurado que el escenario  no sea replicable. Yo diría que al menos una parte también se debe a que el hombre no se ha incorporado al hogar -¿por qué nadie considera anómalo esto pero sí ‘que no haya jefas’, si algunas no queremos jefas ni jefes?- y a que no ha sido precisamente la aspiradora Roomba la que ha reducido nuestro tiempo de trabajo, sino el traspaso de tareas a otras mujeres casi siempre de otros estados nación. Como cerca de la mitad de nuestro salario se explica por el lugar donde vivimos, si vienes de fuera te vas casi de seguro a sostener lo real pero cobrando poco. Es nuestra dependencia. Ahora que se habla mucho de soberanías, poquita soberanía alimentaria veo yo aquí.

Vale, pero yo le había dado clic al post por lo de la farlopa…

Caaalma, caaaalma, no se me amontonen. Pasamos ahora a mi relación de odio-odio con el mundillo anglosajón y a los que sí saben cocinar. Antes de la paella con chorizo, Jamie Oliver se había hecho famoso entre otras cosas por tratar de introducir menús más saludables en los comedores escolares. La cosa salió regular porque, como le suele pasar a esta gente, descuentan todos los factores ajenos a la motivación personal -vamos, los factores que facilitan bastante cualquier tipo de motivación para cualquier cosa-. La lectura que hacen de que un crío prefiera unos emanems a un plátano pasa por la voluntad personal, olvidándose de todo el entorno que no puede controlar, que incluye entre otras cosas que la fruta es cara y el chocolate, además de ser barato, te lo ponen en la línea de la caja registradora en vez de coserlo a impuestos. No es raro, pues, que el experimento fracase en el país (ex)UE con una desigualdad más disparada. Lo explican bien aquí. Este tipo de escenarios han llevado a la representación del McDonald’s como “feudo obrero” porque “cuánta hambre quitan las hamburguesas a un euro” y a la ridiculización de la verdura como una pijada. Pues no, coño, yo quiero lo bueno pa nosotros también, no que se “estigmatice” como pijada por unos y se queden los ricos como consumidores únicos de la verdura que ya plantaban tus abuelos, diciéndote encima que te jodes porque está fuera de tu alcance tanto comprarla como sacar un hueco para prepararla. Lo próximo que se va a estigmatizar en este sentido van a ser los coches viejos: se va a decir que los pobres no tienen conciencia ecológica cuando lo que no tienen es dinero para comprarse un coche menos contaminante ni (viendo cómo se están dando los fenómenos de reordenación urbana) nadie va a poner un duro para que no necesiten tenerlo.

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No queda fruta a un páund, ninio, solo KinderBueno

Y ahora sí, pasemos a la farraka. Resulta que Gordon Ramsay, inspirador de Pesadilla en la Cocina, ha hecho una especie de reality documental para destapar el alto número de adictos a la farlopa en el mundo de la restauración. Lo que le hizo preocuparse al buen hombre fue que uno de sus mejores amigos (imagino que también chef) murió por la droga en cuestión. Para no perdernos, sigamos el hilo conductor: hemos empezado hablando de gente joven, posiblemente con hijos, que no tienen para comer; luego ha entrado el primer chef estrella al que le parece “inexplicable” que la gente que no tiene para comer coma así de mal y ahora tenemos otro chef, también más famoso por las industrias del entretenimiento que por otra cosa; preguntándose por qué en su gremio la gente se pone hasta las cartolas, lo cual suele incluir una alimentación deficiente. Y aquí está la paradoja: si entre los curritos de a pie, el paro y un hijo les descuadran las cuentas hasta el punto de tirar para el comedor social, cosa que al margen de la escasez de ingresos también se ve afectada por el hecho que esos saberes domésticos (pausa para respirar) han sido apartados y dados por descontados en la esperanza de remunerar a otros con lo que te pagaran del propio trabajo del que ahora careces; los currelas de cocina de lujo -entendidos como las personas que mejor cocinan- ni siquiera pueden cocinarse para ellos o sus familiares y se tiran a la droja. Cualquiera que se haya echado a la espalda turnos de 12 horas en un restaurante sabe que lo que te apetece cuando terminas es comerte un sándwich de mierda, emborracharse o drogarse. No precisamente ponerte a cocinar pa ti, aunque lo sepas hacer muy bien.

Hombre, si me encuentro en mis restaurantes farraka en los baños del personal por sistema, antes de ponerme a hacer un documental “buscando respuestas” igual primero hablaría con los empleados -que evidentemente no se van a autodelatar-, lo que pasa que el nivel de psicopatía de esta peña que tiene éxito (basado en exprimir a los demás y en trazar un círculo vicioso en el que el exprimido ahora verá como recompensa necesaria la posibilidad de exprimir a otros), ya lo conocimos con las famosas declaraciones de Jordi Cruz sobre los stagiers, que parece que le deben algo y no lo dice como boutade, lo dice porque lo piensa de verdad.

A donde quiero ir a parar con todo esto es a que da igual que sepas o no sepas cocinar. Ni los que ni siquiera una vez fuera del trabajo cocinan porque todo su tiempo y habilidades se enfocaron en dejar todo lo doméstico a un lado; ni quienes saben cocinar de manera portentosa y sin embargo son víctimas de una picadora de carne que asimila cocina a turnos de diez horas en pos de un éxito que nunca llega y que es una mierda aunque llegue -y todo esto sin meternos en la concentración de las empresas alimentarias, que es otro monstruo que lo enfanga todo-, son capaces de alimentarse, por unas cosas o por otras, como es debido.

No sé, al final de lo que me acuerdo es de la escritora que entrevisté en su casa que se levantaba y lo primero hacía la casa, luego tomaba un vermú con la madre y luego escribía y, por cierto, no le iba mal. Y del chef que entrevisté mucho después que también me saltó con la historia de que los realities de cocina eran buenos para concienciar a los críos de comer verdura pero yo me preguntaba cuándo veía él a sus hijos. A mí me sigue y me seguirá pareciendo que la que tenía una vida guay era la primera, aunque el segundo fuera más conocido (y seguramente con más deudas bancarias). A lo mejor lo que tenemos que cambiar también, además del reparto del tiempo y de la dieta, es la noción de éxito, lo que es admirable. Nos ahorraríamos, creo, mucho abuso y mucha espiral del silencio. Y si os están quitando tiempo para comer tranquilamente, no es porque llevéis una vida excitante. Sospechad.

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