Mis padres ni eran ni habían sido franquistas fervientes (o no más fervientes de lo habitual en la clase media), y en la historia de la familia, que durante la guerra había apoyado por pragmatismo el bando nacional, no había hazañas que conmemorar ni martirologios que vindicar. Además, desde la muerte de Franco mi familia se encontraba, como en general España, en pleno proceso de adaptación a los nuevos tiempos, y buscaba la fórmula mágica que le permitiera mantener su conservadurismo esencial pero liberado de todas las embarazosas connotaciones que se le habían ido agregando durante los casi cuarenta años de dictadura. A mi padre esa fórmula mágica se la proporcionó el liberalismo, o la idea que él tenía de liberalismo. Si alguna vez, durante la comida familiar se iniciaba una conversación sobre la actualidad política, mi padre repetía como un manta:

–          En esta casa sieeempre hemos sido liberales, sieeempre liberales…

Lo decía así, con ese plural y ese sieeempre que no se sabía hasta dónde abarcaban y que sugerían una legitimidad mítica de nuestra familia ante la inminente democratización del régimen. ¿Qué entendía mi padre por liberalismo? Supongo que algo vagamente asociado a la reina de Inglaterra y al general De Gaulle, figuras las dos lo bastante prestigiosas para desbaratar cualquier acusación de izquierdoso o anticlerical. El liberalismo, desdeñado por los franquistas, incontaminado, se ofrecía ahora como un buen árbol al que arrimarse, y mucha gente de orden se limitaba a cambiar un cobijo por otro: la sombra protectora del franquismo por la del liberalismo. Mi acercamiento a la ultraderecha no era, pues, algo de lo que en casa pudieran sentirse orgullosos, porque se les recordaba su propia deslealtad. En el fondo, puede ser que me juntara con esa gente sólo para echar en cara a mis padres su cobardía y su mediocridad. Qué poco me gustaban mis padres entonces: él, tan sumiso, tan cumplidor, llevando en sus tardes libres algunas contabilidades del barrio, fingiendo un interés excesivo por la salud de sus clientes, y ella, tan apañada y ahorrativa, tan decente con esas rebequitas suyas pasadas de moda, tan preocupada siempre por la opinión de los demás. Bien mirados, formaban una pareja ridícula, y daba grima verlos pasear agarraditos del brazo, él culibajo, las piernas gordas, andando algo estirado para parecer más alto, ella con la mirada inquieta y nariz de periquito, con pañuelos en el cuello para esconder las arrugas, los dos sintiéndose observados y forzando una sonrisa que cuando menos te lo esperabas se quebraba en una mueca inexplicable de consternación. Mis padres estaban orgullosos de la vida que llevaban, que a su manera era perfecta, con el piso de Barcelona pagado y el apartamento de Torredembarra, con los tres chicos estudiando en colegios de pago, con el cuarto de estar repleto de fotos que certificaban lo guapos y sanos que crecíamos mis dos hermanas y yo… A mí tanta perfección me molestaba, y aún me molestaba más oler su miedo, el miedo que mis padres tenían a que las cosas se torcieran de repente, a que una enfermedad o un accidente o lo que fuera irrumpiera en esa perfección suya y la hiciera añicos. 

Ignacio Martínez de Pisón, El día de mañana.

Cambiar todo para que nada cambie.

Llevarse bien con el que mande.

¿De verdad esto es una “novedad política avanzada”? JA.

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