Becarios: la avanzadilla de la empleabilidad
Hace tiempo estaba con un amigo tomando algo y me habló de su último contrato. Era, claro, una beca. Me llamó la atención que me dijera que tenía los créditos de la carrera sin terminar porque era, precisamente, una de las condiciones para que le contrataran como becario ya que esta empresa ni se planteaba hacer contratos de otro tipo (y ojito a la paradoja de que la formación finalizada compute a estos efectos “como lastre” en los tiempos en los que se fabrican memes diciéndote que Iceta no terminó los estudios y Arrimadas sí). Llegó el momento en el que el susodicho contrato finalizaba y el jefe se dirigió a él. Le dijo que estaban contentos y bla bla bla, así que iba a preguntar a la universidad (no al empleado/becario, porque claro, aquí los que se lo llevan crudo son la empresa y la universidad, que para eso se llaman así las “fundaciones” -que ya sabemos también para qué son las fundaciones-: empresa-universidad, tú no eres ni el guioncito de en medio) a ver si le podían alargar el contrato seis meses más. Respuesta de mi colega: “Ehmmm… Igual preguntad, pero creo que ya no se puede”. Efectivamente, no “se podía” -habían agotado todas las prórrogas posibles- y claro, hasta luego Mari Carmen.
Traigo esto a colación porque la semana pasada el Congreso aprobó la propuesta de tramitación un estatuto para los estudiantes en prácticas. De entrada esto está bien, pero me ha suscitado algunas preguntas. Por ejemplo, si este estatuto, fuera de unas supuestas condiciones en las que se harían las “prácticas” (lo pongo entre comillas porque sabemos que hay una parte importante que no tienen nada que “envidiar” a un puesto de trabajo), tienen algún tipo de mecanismo punitivo para las empresas que lo incumplan (quiero decir, es un estatuto, solo puede permitirse dar pautas y recomendaciones, que como ya sabemos también suelen caer en saco roto). Como ejemplo práctico de lo que pasa cuando esto no está explicitado en ningún sitio estaría la famosa obligación de dar de alta a las empleadas del hogar que, como me reconoció una compañera de trabajo, “al final te apañas con ella y no hace falta”. Vamos, que la otra no tiene muchos mecanismos para “hacer que haga falta”.
Al fin y al cabo, el estatuto de los becarios, la obligación de dar de alta a las empleadas del hogar en la Seguridad Social o cualquier medida que combina una pátina legislativa con buenas intenciones, nacen en un mercado de trabajo, el español, cuya ventaja competitiva o sector estratégico, al contrario de lo que se nos dice a menudo, no es ni el turismo, ni el sol, ni los servicios ni nada de eso. El factor de competitividad está en los márgenes de “qué se le puede hacer al otro sin que pase nada”, esto es, el fraude masivo en la contratación, por supuesto no con la ignorancia, sino con la acquiescencia plena -con incentivos y demás-, de la Administración-. El turismo o los servicios solo son el modo más fácil -y más barato para el empresario-, de poner en práctica ese escenario de franqueo de límites constante por parte de las empresas. Ahora mismo tienes más derechos si eres un CIF que si eres una persona física. Si se franquean los límites de todo no es porque no haya papeles-leyes-mobidas en los que pongan ese tipo de recomendaciones/normas con fuerza de ley, sino porque SOLO tenemos esos papeles. La parte de organización que corre a nuestra cuenta -o sea, plantearse qué vamos a hacer en el probabilísimo escenario de que se limpien el culo con los papeles-leyes-mobidas- es la única herramienta que históricamente más o menos ha funcionado para que en algún momento termine la necesidad de hacer cesiones a condición de “mantener el empleo”.
La sensación es que este estatuto, como tantas otras cosas al final solo va a cobrar vida a modo de recomendación, al menos si no hay mecanismos punitivos. Incluso habiéndolos en los contratos normales la inspección de trabajo está a por uvas. No todas las cosas del trabajo son tan opinables: la reforma laboral se cumple a rajatabla, la prohibición de concatenación de contratos temporales, no. Sobre el papel de las administraciones, por mi trabajo tengo ocasión de leer a qué se dedican estructuras 100% industrias del desempleo como las agencias de desarrollo local, algo que no es desconocido: básicamente a la captura de fondos europeos o de otro tipo para repartirlos entre pymes inútiles de las comarcas a las que, por hacer contrataciones se les paga el 65 o el 70% del salario del empleado a fondo perdido (si no fuera a fondo perdido, la Administración tendría que recuperar el 65 o el 70% de los beneficios que ese trabajador genere, claro está). El discurso antielitista se ha enfocado mucho en el rollo del 99%, pero ojito a la transferencia de rentas no solo vía descenso del impuesto de Sociedades -en Euskadi acaba de bajar al 24%, 20 para las pymes- sino también con estos detalles que son recibidos como “inversiones” (para los trabajadores supone pagarnos nuestro propio sueldo) y “creación de empleo”. Lo dicho, más derechos y por ende más dinero si eres un CIF que si eres una persona. Y la existencia de las becas es un mecanismo exactamente igual que el anterior. Porque pongamos que mañana mismo abolimos las becas. ¿Quiénes se van a mostrar más en contra? Posiblemente los propios estudiantes, que ya tienen catalogada esta modalidad como la única mediante la cual pueden entrar en la “rueda del empleo” (realidad: dar vueltas de seis meses en seis meses por distintos sitios, sin derecho a paro, y cuando tienes 30 tacos irte al paro porque ya eres muy mayor para una beca. Irte al paro sin cobrar el paro porque… ¡las becas no dan derecho a prestación!). Son escenarios en los que se ha abierto tanto -por seguir con lo de arriba- la veda de lo que “se puede hacer con el otro” que a los estudiantes no les queda más remedio que convertirse en consentidores indirectos de la situación y, si acaso, redactores de algo de reglamentación para que les exploten, “pero no mucho”. O sea, una reclamación “sensata” ™ que no despierte a la bestia patronal, no vayan a “cerrarse puertas” ™. Es lo lógico cuando se viven los estudios como una inversión: hay que tener contentos a los consumidores de la inversión, y una de las formas de tenerlos contentos es que se pueda hacer prácticamente de todo con el inversor/estudiante. A ver cuándo devuelven las empresas quebradas el dinerito que se les prestó en su día en forma de mano de obra formada en centros públicos. No lo veremos y sin embargo debería de ser lo primero que viéramos. Si quieren sus currelas a medida que se monten una Singularity University con dinero pedido al banco (ay, calla, que la banca la tenemos nacionalizada también). Nada, macho, que nos roban de todas todas. What a surprise.
Formación a cargo de la empresa: otro paripé verbal
Pero volvamos a mondo becario. Hace unos meses una diputada de En Comú Podem en una alocución en el Congreso (no en el hemiciclo, sino cuando se ponen detrás del mostradorcito ese) presentaba una proposición de ley en la que hablaba de “recuperar el delicado equilibrio entre empresas y trabajadores” y “devolver la democracia a las empresas”. Claro, no se puede recuperar lo que no ha habido nunca (puedes decidir no abrir una empresa; pero en general no puedes decidir no trabajar), y por otro lado, la condición de existencia de las empresas es que NO sean democráticas. Pongo este ejemplo como modo en el que mucho del contenido otrora reivindicativo y organizativo -vamos, en el que se ponía en juego la agencia de los trabajadores- ha devenido en una especie de “desconflictivización” del ámbito laboral cuando precisamente el conflicto no es que sea una característica sobrevenida, sino que es el origen del propio ámbito -mediante reglamentaciones, llamadas al diálogo, visibilizaciones, etc.-. Nos hacemos trampas al solitario del lenguaje. Aplicado a mondo becario, esto pasa con la repetición de la matraca de “la formación práctica en las empresas” (o sea, el que sería el ámbito de aplicación de este estatuto becarial). Al final lo que parece es que llegamos a una especie de solución de compromiso entre ese “lo que es posible hacer con el trabajador” -hasta cuánto usarlo- y la demanda del trabajador de rentabilizar su inversión formativa o entrar como sea en “lo suyo” ™, vamos, que ha sabido presentarse bien como algo irremediable. La formación a cargo de la empresa viene a empastar estas dos realidades, haciendo que discurran paralelas unas supuestas necesidades formativas con la demanda por parte de las empresas de tener currelas que estén a la última pregunta y además sean baratos. Vamos, una herramienta a priori “atractiva” de las de “salvar el equilibrio” para las dos partes. Otra cosa no, pero si no están en un acto institucional de firmas de convenios -y a veces incluso allí-, son gente muy sincera y te reconocerán lo evidente: una empresa ni tiene por qué tener ni de hecho tiene ninguna finalidad formativa. Podemos ponernos la venda dialéctica que nos dé la gana. Las empresas se abren para algo tan simple como ganar dinero. Y ni un estudiante ni nadie está allí ni por “creativo” ni “porque me valoran” ni nada. Estará allí porque esa creatividad se traduce en cash (y cuando deje de hacerlo, patada) y será valorado porque su tarea se traduce en cash, o en desgravaciones o en lo que sea (recordemos esas maravillosas ofertas de empleo en los que se piden mozos de carga con discapacidades físicas del 33%). Y si no, no estás. No hay más criterio. Por otro lado, no es rara la empresa en la que el becario acaba yendo al despacho de un jefecillo a “mira a ver niño, que no sé a qué le he dado en el ordenador” y sacarle de un sitio en el que se ha metido sin querer, así que es pertinente preguntarse quién forma a quién. Pero claro, pasa algo muy básico: que “er niño” no es EL DUEÑO de la empresa. Así que toda esa mierda se esconde debajo de la alfombra de “la formación”.
La estrecha relación entre la empleabilidad y el miedo en la era del trabajador del conocimiento exhausto
Algo que ha tenido de malo el modo en el que hemos conceptualizado la formación a modo de ascensor social es que ha “disuelto” la realidad primigenia, esa que dice que en general no puedes estar sin trabajar. Cuando veo reportajes de jóvenes (en DeC abogamos desde hace ya un lustro por que se hable menos de los jóvenes a cambio de que se ponga en la picota a quienes viven de esos mismos jóvenes), suelen identificar como la anomalía del mercado laboral el hecho de que sus estudios no encajen en el mercado de trabajo -en vez de identificar el propio mercado de trabajo como zona bastante problemática- o, por ejemplo (todo un poquito tamizado por la “narrativa crisis”) el problema de la migración, cuando hace no tanto precisamente la migración era sinónimo de prestigio. O cómo la “narrativa crisis” ha vuelto del revés los trabajos en los hostels internacionales: lo que en momentos de calma económica era una aventura, vivir sin ataduras, oportunidades de viaje, etc. etc, los tenedores agobiados de un capital cultural que -sienten- ya no conduce a nada empiezan a percibirlo como un lugar de explotación. ¿Por qué? Porque al igual que ocurre con su capital cultural, se dan cuen de que no tiene pinta de que vaya a traducirse en nada de provecho en un futuro cercano.
La semana pasada los becarios de la UAM hicieron una jornada de huelga y esta semana están llamados a otra. Y el hecho de que muchas de las dependencias de la uni tuvieran que cerrar muestra que tenían razón en lo que decían. Y como sabemos también, el hecho de tener razón no suele bastar en el curro. Lo que hay que poner en valor es que se hayan puesto de acuerdo para hacerla. Con los mimbres que comentábamos en el párrafo anterior y dado que, una vez que pasas el Bachillerato te conviertes en alguien que juega bazas individuales para emplearse (el CV, los cursos extra, el máster para que parezca que estoy haciendo algo y tener ocupadas todas las fechas del CV para que no parezca que esto en el paro, etc.), que haya una mínima organización para algo así es llamativo, sobre todo en esos primeros años “de lo tuyo” donde, más que los conocimientos, lo que te da la llave de la empleabilidad es hasta dónde llegue tu margen de tolerancia (entre máximas comillas) con según que prácticas. Por decirlo de una manera así muy rimbombante, las bases “antropológicas” del tipo de curros en los que se ha hecho extensiva la becarización son de base competitiva, no organizativa. Así, nos encontramos en un brete en el que el “por favor, explótame” se entrecruza con la -certera- intuición de que la mierda a tragar por la promesa de empleo futuro ya no compensa (eso si se piensa que ha compensado en algún momento). O sea, en “pelear” (con actitud y conocimientos) dentro de un escenario en el que el valor máximo es tu prescindibilidad. Pero que nadie se lleve a engaño, esto no es cosa de universitarios. La FP Dual trae muchas promesas de empleabilidad con modelos de mierda de la buena (hemos tomado Alemania como ejemplo) y, como me gusta decir, tiene pinta de que con la extensión de esta modalidad formativa, se me van a hacer los posts solos.
Por resumir, me da la sensación de que nos estamos enfangando en tres tipos de terrenos que, siendo importantes -la petición de reglamentación, la “visibilización” (¿la copia que nos podemos permitir de la emancipación?) y la apelación al consumidor (no pidas a Deliveroo, no te alojes en el Hotel Hilton porque externaliza a las camareras de piso -¿de verdad te crees que me puedo alojar en el Hilton?-), dejan sin contestar la pregunta fundamental: ¿qué vamos a hacer si, como suelen, se pasan la reglamentación por el forro? En general, en los trabajos no se gana mucho cuando se piden cosas, se gana cuando les obligas a que te las den, e igual que ellos han tenido muchas facilidades para descubrir “todo lo que se puede hacer con un trabajador”, a nosotros nos queda todavía mucho por descubrir de cómo y hasta cuánto se puede obligar.